En un pueblo de la campiña cordobesa, nació Lili. Creció cuidando el ganado y atendiendo la cosecha en un cortijo, rodeada de campos y olivos. Pasaba las mañanas oliendo a naranjas, azahar y jazmín de los patios cordobeses, que durante la Semana Santa se entrelazaban con los aromas de incienso y romero. Años después, su vida la llevó a un pueblo del valle de Arán, donde trabajó en una zapatería frecuentada por caballeros franceses, vendiendo zapatos de cuero. Los bosques la envolvían con aromas de pino y cedro, y la lavanda le aportaba frescura y relajación. El destino le depararía otro cambio en su vida, y se trasladó a un pueblo del País Vasco, donde conoció a su marido y formó una familia. En este hogar, la calidez de su amor se reflejaba en el aroma del ámbar blanco. El vetiver, con su nota terrosa, simbolizaba su arraigo a la tierra. La tranquilidad se encontraba en la fragancia del ciprés y la estabilidad en la madera de agar. Estos aromas llenaban nuestro hogar y corazón, recordándonos su amor eterno.